Fotografía CPR-URBANA |
(un pequeño homenaje a las miles de familias afectadas por la desaparición forzada)
Por Enrique Álvarez
Uno de los aspectos más terribles de la guerra interna en Guatemala (1963-1996) es el de la desaparición forzada. No puede haber dolor más profundo y constantemente repetido que haber perdido a una persona, familiar cercano, y no saber qué pasó finalmente con ella. Seguramente se sabe que sufrió (y cada día, se sufre en silencio con él o con ella), que fue capturado, que fue secuestrada, que fue desaparecida y…
No hay forma de detener ni de reparar completamente ese dolor. La incertidumbre de no saber el destino final de la madre, del padre, de la hija, del hijo, del compañero, la compañera, la esposa, el esposo, el hermano, la hermana. Es como perderles todos los días, es amanecer con la incertidumbre, con el dolor y al final del día tratar de dormir con una leve esperanza. Es un círculo de dolor, de angustia, de rabia, de impotencia que no termina, que se renueva cada día, que parece languidecer cada noche y se fortalece cada madrugada.
La desaparición forzada es, seguramente, la máxima expresión del horror, de la injusticia más deshumanizante, ejercida por quienes un día, en nombre de la supuesta defensa de la patria, decidieron a quién capturar, a quién torturar, a quién asesinar y a quién desaparecer. Seguramente sin importarles el daño que causaban (o tal vez solazándose en él), el que seguirían causando durante tantos años a sus víctimas, a sus familias. Afectaron a tantas personas, condenaron a cientos de miles al sufrimiento, a la incertidumbre, al dolor… ¿podrán ellos, los esbirros, los torturadores, los asesinos, encontrar la paz?, seguramente no, ni siquiera la muerte se las podrá otorgar.
Parafraseando a Juan Jacobo Rousseau podemos decir: “Ellos no consiguieron ser hombres; entonces, decidieron ser bestias”.
Luego de más de doce años de haber firmado la paz, de haber callado el trueno de los fusiles, pareciera que nunca podremos callar el grito que exige ¡verdad y justicia! Cómo puede pensarse que habrá conciliación o reconciliación sin que decenas de miles de familias sepan ¿qué pasó finalmente con sus familiares desaparecidos?, sin que puedan identificar un lugar físico en dónde colocarles flores, dedicarles una oración, un pensamiento.
No puede haber perdón, ni olvido, si los asesinos y torturadores no han sido castigados. Muchos han sido plenamente identificados, al menos a quienes dieron las órdenes de exterminio, de torturar, de desaparecer. Pero la justicia no llega, por lo tanto la justicia no se convierte en bálsamo, la justicia no consuela, porque no se aplica.
De muchos detenidos-desaparecidos se conocen datos, alguien vio cuando les capturaban, a algunos se les vio con vida después de la tortura, en algún cuartel, en algún destacamento militar, en alguna “casa de los espantos” (cómo se les llamó a los centros de tortura en esas décadas del horror). Hoy tenemos a sus familiares ofreciendo testimonios, marchando incansablemente por las calles con sus fotografías alzadas, con su esperanza en que algún día se haga justicia. No piden tanto, pero al mismo tiempo piden mucho, a una justicia que prefiere mirar para otro lado, hacer cómo que no sabe, cómo que no supo, cómo que no pasó nada.
Hoy tenemos a detenidos desaparecidos que el amor de sus familiares han mantenido vivos, porque nunca serán olvidados, y presentes por la incansable lucha que han hecho y siguen haciendo. En las páginas virtuales de este Reporte Diario hemos cobijado varias veces el testimonio de una mujer ejemplar en su lucha y su consecuencia por conocer el paradero de su hermano Emil, Marylena Bustamante ha escrito cientos de cartas exigiendo conocer el paradero de su querido Emil y que se haga justicia para encarcelar a quienes le desaparecieron.
A no olvidar nos ayudan mujeres como Marylena y organizaciones como el Proyecto Desaparecidos por la Memoria, la Verdad y la Justicia (www.desaparecidos.org), en donde se exponen datos de miles de detenidos-desaparecidos de Chile, Argentina, Guatemala, El Salvador, Uruguay, Perú, Indonesia, Tailandia y muchos otros países en donde hubo dictadores, brutales imitadores de Dios, que asumieron el derecho de decidir quién podía vivir y quien morir.
En ese sitio podemos ver la imagen de Emil y su pequeña hija, una de las cientos de miles de víctimas inocentes de los monstruos de la guerra. En el conmovedor testimonio puede leerse:
“Me llamo EMIL BUSTAMANTE. Tengo 32 años, estoy casado y soy padre de esta niña y de otra que viene en camino. Me gradué de perito agrónomo y también de médico veterinario y sociólogo rural. Estudié en la Universidad de San Carlos y la Universidad Nacional de Costa Rica. Trabajo como catedrático universitario y funcionario de la USAC.
Estudié y me preparé para servir a mi país, pero pronto me topé con la injusticia y la imposibilidad de encontrar una vía pacífica para cambiarla.
Me incorporé a la militancia revolucionaria como científico e intelectual; mis armas fueron la enseñanza de la ciencia, el diálogo y la rebeldía justa.
Desde el 13 de febrero de 1982 me encuentro detenido y desaparecido por el Ejército del gobierno de Fernando Romeo Lucas García. He sido sometido a torturas y condenado sin juicio ni defensa alguna. Finalmente fui asesinado y mi cuerpo, como los de muchos otros miles de guatemaltecos, ha sido escondido para que ninguno de los que me aman encuentre mis restos…”
Uno no puede dejar de conmoverse cuando es testigo de la fuerza de esas personas que incansablemente exigen verdad y justicia. Seguramente no pueden encontrar descanso, seguramente no podrán encontrarlo nunca hasta encontrar la certidumbre de la justicia. No piden venganza, no las mueve el odio, las mueve el amor, el infinito amor de quienes no se resignan a callar, a agachar la cabeza, a aceptar que prevalezca la injusticia.
Fuente : Incidencia Democrática.
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