Coral Herrera
“El matrimonio es la tumba del amor salvaje”
Benedetto Croce.
El siglo XIX puso de moda el matrimonio. Hasta entonces, casarse era una práctica exclusiva de las clases poderosas, que teniendo patrimonio, necesitaban legalizar un contrato económico entre dos familias que se unen a través de sus futuros descendientes. El matrimonio ha sido, tradicionalmente, una institución basada en el intercambio genético y la actividad reproductiva, y también en el intercambio de bienes y propiedades del patrimonio familiar.
Los matrimonios, eran, pues, cosa de reyes y reinas, condes y condesas, marquesas y marqueses, vizcondes, etc. Eran actos públicos que tenían normalmente unas consecuencias políticas relevantes para los Estados y para la vida cotidiana de sus ciudadanos.
Mediante estos enlaces nupciales se configuraban y desconfiguraban los reinos, se cambiaban los mapas de la época, y se lidiaban los asuntos políticos de los gobernantes de cada país. Ahora que los países ya no son propiedad de los monarcas, las bodas reales siguen manteniendo sin embargo su poder simbólico, porque su visionado por televisión sigue vendiendonos un modelo de pareja muy concreto, heterosexual, mongámico e idealizado, manteniendo los sueños de mujeres que quieren ser princesas.
Y lo curioso es que desde sus inicios, y hasta el Romanticismo, amor y matrimonio no tenían nada que ver. El amor no ha sido nunca un requisito para la firma del contrato entre dos familias. De hecho, muchos autores defienden la idea de que el amor ha sido siempre un fenómeno extramatrimonial, es decir, de carácter adúltero; un ejemplo de ello es el amor cortés, del que aún conservamos restos en nuestra cultura amatoria.
En el matrimonio, las cuestiones económicas iban por un lado, y las cuestiones amorosas por otro. Ha sido así a lo largo de los tiempos hasta que cambió la tendencia; en la actualidad la mayor parte de las parejas se unen por amor (en España, por ejemplo, el amor es citado en las encuestas como principal motivo para unirse legalmente a alguien).
Los primeros intentos de institucionalizar el matrimonio tuvieron lugar en Europa alrededor del siglo XII, en el seno de la religión cristiana. Según Amando de Miguel (1998), la poligamia comenzó a perder aceptación en el siglo VIII, y la monogamia fue abriéndose camino poco a poco, especialmente en la mayoría de las comunidades judías (excepto la española).
Por otro lado, la práctica del concubinato era muy común en el mundo Mediterráneo; tan común que no es raro encontrar verdaderos contratos de concubinato en los registros notariales de la Baja Edad Media, según Leah Otis-Cour (2000). En Italia toda una generación de juristas de Ferrara defendió su legitimidad, pero en Francia, Alemania e Inglaterra los tribunales eclesiásticos procesaban a los hombres que vivían en concubinato; muchos de estos casos acababan en matrimonio.
Según Otis-Cour (2000), en el Norte de Europa la mayoría de las relaciones de concubinato parecen haber sido equiparables al matrimonio; era incluso habitual que los amantes compartiesen sus propiedades como cónyuges. Cuando había hijos, sin embargo, se podían casar para evitar su bastardía o ilegitimidad. Con el tiempo, el concubinato fue progresivamente degradado social y simbólicamente; el siglo XV fue una época de endurecimiento progresivo de las normas morales, tanto por parte de las autoridades eclesiásticas como los intelectuales y las autoridades civiles.
Fue alrededor de los siglos XII y XIII cuando se instituyó el matrimonio como un sacramento indisoluble. Ahí comenzó la lucha de la Iglesia cristiana contra el concubinato, la poligamia y el incesto: el clero quería evitar la endogamia de los poderosos, que se casaban entre sí creando grandes concentraciones de tierras y riqueza.
Además se intentó que las clases populares adoptaran las mismas costumbres que las clases altas, pero como hemos visto, a la gente en la Edad Media no le gustaba casarse y preferían las relaciones que se adoptan libremente sin la mediación de ningún factor externo como el Estado o la Iglesia. Debido a las resistencias de la población , la Iglesia tuvo que ofrecer una razón convincente a los campesinos para que accedieran a regularizar su situación ante las autoridades religiosas, o al menos, una motivación que encubriera la necesidad de la Iglesia de tener presencia en todos los momentos importantes en la vida de las personas: nacimientos, uniones, entierros…
La teoría legitimadora del sacramento matrimonial se basó en presentar el erotismo como pecado, condenando así la relación sexual fuera de la tarea reproductiva. Se hizo énfasis en el amor, que se erigió como factor importante entre los cónyuges. Dado que iban a permanecer toda su vida unidos trabajando la tierra, lo mejor era que lo hiciesen en armonía, llevándose bien, respetándose mutuamente, cuidándose el uno al otro.
En el siglo XVIII, momento en el que la clase media adquirió protagonismo y aumentó en número, la nobleza y la burguesía acomodada no disimulaban en absoluto la conveniencia en el matrimonio. Eduard Fuchs, en su “Historia Ilustrada de la Moral sexual” (1911), aporta multitud de ejemplos que permiten documentar “cuán cínicamente se prescindía en todas partes del más mínimo disimulo ideológico, evitándose el uso de la palabra amor en la boda, prohibiéndose incluso en ocasiones, como cosa risible y pasada de moda. (…) En el caso de la mediana y pequeña burguesía no podemos hablar de un cinismo semejante. Aquí el carácter comercial del matrimonio está cargado de embellecimiento ideológico. El hombre decía cortejar durante mucho tiempo a una joven, hablar únicamente de amor, ganarse el respeto de la joven cuya mano solicitaba y debía ganar su amor demostrando cuán digno era de ella”.
Así vemos como cuando no se puede por la fuerza es mejor utilizar medios más sutiles: seducir a la mujer mitificando el amor y la figura de la feliz casada. El segundo paso fue la sujeción legal y económica de la mujer al hombre por medio del matrimonio. Esta realidad afectó sobre todo a la burguesía, porque los campesinos seguían labrando juntos la tierra y porque no tenían patrimonio que legar a sus descendientes.
El tercer estadio, el momento clave, sucedió cuando el libre consentimiento se instituyó como la base del matrimonio: es entonces cuando el amor y el matrimonio quedaron firmemente unidos. Los contrayentes empezaron a elegir pareja, y los cabezas de familia dejaron de decidir sobre el destino de las vidas de sus hijas e hijos; los hombres y las mujeres empezaron a elegir por su grado de afinidad y sus sentimientos. Gracias a esta libertad se constituyó el mito del amor legalizado, que invisibiliza por fin la dimensión económica del matrimonio y lo hace una práctica más sentimental que contractual.
Es cierto que esta dimensión económica solo se tiene en cuenta cuando la gente se casa por amor con alguien de una clase social muy superior; entonces hay gente que emite sus sospechas. Si un hombre de clase social baja se une a una mujer de clase alta los rumores sociales suelen ser: “se casa por dinero”, “se casa por prestigio”, “vaya braguetazo ha dado”, etc. como sucede con el novio de la duquesa de Alba, con el que además de diferencia social y económica, se lleva más de treinta años. En el caso contrario, el ejemplo de la boda real del príncipe heredero español con una mujer de la clase trabajadora madrileña, muchos pueden pensar que él está enamorado, pero que ella es una mujer ambiciosa.
El amor posee una dimensión no sólo económica, sino también política: la gente se siente atraída y se enamora de la gente con poder y recursos. Es lógico en unas sociedades donde existe la propiedad privada, y donde la competición es la norma. Enamorarse de una persona con recursos, según los sociobiólogos, es una ventaja adaptativa que surge frente a la crueldad e injusticia de un sistema desigual en el que impera la ley del más fuerte.
La falta de autonomía femenina (a las mujeres burguesas no se les dejaba trabajar y los sueldos de las obreras han sido siempre inferiores a los de los varones) ha propiciado la dependencia económica de las mujeres en torno a sus padres o sus maridos. El matrimonio ha sido siempre, hasta la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral, una forma de salvación porque ser elegida por un hombre implicaba tener asegurados los recursos para las mujeres y sus hijos e hijas.
Quedarse solterona era una desgracia que minaba la autoestima de una mujer, porque se la señalaba como fracasada, rara, víctima social o lesbiana. En la sociedad patriarcal, las “señoras” tienen más estatus que las mujeres solteras, y el anillo nupcial es un tesoro que los hombres patriarcales otorgaban a una mujer, pero no lo hacen con cualquiera ni a cualquier precio.
En las películas de Hollywood siempre se representa a los hombres como eternos furtivos, seres que huyen al galope del compromiso hasta que por su edad no les queda más remedio que asentar la cabeza junto a alguna mujer buena. Mientras, las mujeres buenas imponen el anillo como condición para estar juntos: “yo te doy mi virginidad, tú me das el anillo”. Es una tarea difícil (ablandar su corazón para que se deje querer y para que sepa valorar la ternura que ella le ofrece), pero en los happy end las heroínas lo logran con bondad, autosacrificio, discreción y sobre todo, lealtad.
Son muchos los relatos que nos han hecho creer que el día más importante en la vida de una mujer es el de su boda. Curiosamente, las mujeres casadas también se ilusionan con las bodas ajenas porque aunque su matrimonio no haya sido la panacea de la felicidad, siguen creyendo en el mito de que la mejor demostración de amor de un hombre es casarse con una mujer. De modo que las mujeres son más propensas a desencantarse con el matrimonio porque le ponen más expectativas que los hombres, que identifican menos las aventuras románticas con el compromiso nupcial.
Y sin embargo, a pesar de que el matrimonio aparece siempre como la máxima aspiración vital y profesional de las mujeres, creo que no se han estudiado a fondo las ventajas del matrimonio para los hombres, que obtienen, creo, muchas más que las mujeres. En el matrimonio tradicional, los hombres al casarse consiguen una asistenta doméstica que les cuida, que les da hijos, que les alimenta, que les viste, que les desnuda, que les espera en casa.
El problema radica precisamente en lo que cada uno espera del matrimonio. Ahora que las mujeres podemos trabajar y algunas pueden ser independientes económicamente, tener un hombre al lado ya no es suficiente razón para renunciar a la libertad de la soltería. Las mujeres dicen casarse por amor y desean una relación intensa, profunda y romántica, pese a lo imposible de mantener la pasión del inicio durante años. Cuando ésta decae por el paso del tiempo y la convivencia, existe una frustración que flota en el ambiente conyugal, un malestar al hacerse evidente que la armonía y la felicidad matrimonial son un cuento que nos han contado.
En la actualidad, son las mujeres las que interponen las demandas de divorcio, y son muchas las personas que vuelven a enamorarse de nuevo, y a casarse de nuevo, creyendo que por fin ha encontrado el amor eterno que no se agota ni decae. Esta utopía del matrimonio como fuente de felicidad es paradójica, porque todo el mundo conoce las cifras de divorcios y separaciones, pero no parece que desistamos en nuestra idea de encontrar a la media naranja, a la persona ideal, a la pareja perfecta que nos colme por completo y para siempre.
Según Denis de Rougemont (1976) la característica más peculiar del matrimonio en el siglo XX fue que trató de conciliar amor romántico con el matrimonio, cuando son conceptos contrarios entre sí, porque el amor pasional caduca y el matrimonio está concebido para durar para siempre. El matrimonio ofrece estabilidad, seguridad, una cotidianidad, una certeza de que la otra persona está dispuesta a compartir con nosotros su vida y su futuro. El amor pasional en cambio es un amor basado en la contingencia, el miedo a perder a la persona amada, el deseo de poseer lo inaccesible, el delirio arrebatado, el éxtasis místico, la experiencia extraordinaria que nos trastoca la rutina diaria.
Es por esto que existe la crisis del matrimonio burgués, avalada por la cantidad de divorcios que se producen, según De Rougemont. Muchos depositan unas esperanzas pasionales en el amor domesticado que no casan con la realidad; a causa de estas expectativas surge la frustración. A los seres humanos nos cuesta resignarnos a la idea de que no se puede tener todo a la vez: seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y rutina. Por eso creo que no hay crisis, sino al revés, que el matrimonio hoy es un acto masivo; incluso gays y lesbianas han querido sumarse a esta práctica.
Pese a la idealización del matrimonio, éste es hoy en día un dispositivo más de consumo, un ritual sentimentalizado e idealizado que luego revela su verdadera dificultad, porque todas las relaciones humanas son dolorosas, difíciles, hermosas, rompibles, indestructibles, intensas, y complicadas.
Si además no somos seres perfectos, ¿cómo vamos a crear estructuras sentimentales perfectas?. El caso es que de utopías nos alimentamos….
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