Recuperar, elaborar y difundir la memoria tiene un sentido vital y político que ha impulsado a las mujeres a superar el silencio y el olvido de las distintas memorias que hasta ahora conforman las culturas patriarcales y que, generalmente, relegan el espacio para la expresión de esa memoria.
¿Existe una memoria específica de las mujeres? ¿por qué y cómo hacer memoria de las mujeres? ¿a quiénes incluye? ¿podemos construir historia con esa memoria? Estas interrogantes guian las reflexiones que hoy comparto.
Si nos atenemos a la definición primaria de qué es la memoria el diccionario nos dice que es la “facultad síquica por medio de la cual se retiene y se recuerda el pasado”, esa facultad se expresa tanto individual como colectivamente pero, como plantean las categorías del feminismo, esta condición de retener, traer al presente y hacer permanente el recuerdo está, indudablemente, determinada por relaciones de poder que dictan quién recuerda, qué recuerda y qué se registra de esos recuerdos. Y entonces tiene sentido la pregunta ¿se permite recordar a las mujeres? ¿se ha dado valor a los recuerdos de las mujeres?
Las evidencias nos muestran que no, que lo que se ha reconocido como la historia, la memoria no ha hecho más que perpetuar un orden en el que las realizaciones de los hombres como género y particularmente de un grupo étnico y de una clase social, adscripción religiosa o política, así como los espacios que ellos ocupan son los que definen lo trascendente, lo que marca los períodos históricos, los personajes importantes, en fin los que dan forma al pasado y referencia identitaria a las personas y los pueblos. La historia y la memoria se han elaborado en clave masculina.
Para las mujeres este orden ha reservado el espacio doméstico, invisibilizado y desvalorizado. La memoria dominante nos ignora y ni siquiera tenemos pasado, como escribió una vez la escritora Carolina Vásquez Araya no tenemos nombre propio, desconocemos nuestra historia y con ello nuestra identidad, que ha sido designada desde los lugares de poder.
Pero vivimos en un tiempo en el que la memoria está en el centro de las reivindicaciones, para recuperar identidad, para dar fuerza a los discursos, para reclamar espacios, para vislumbrar utopías. Develar el pasado con otros referentes, indagar con nuevas miradas, iluminar los espacios antes ocultos. Interpretar esos hallazgos y dotarlos de significado para más y más mujeres ha sido el aporte de muchas teóricas, filósofas, políticas, artistas, mujeres anónimas quienes transgrediendo la norma patriarcal de callar y obedecer han preservado la memoria, han burlado la tutela y nos han legado gestos, rituales, símbolos, escritos, creaciones artísticas y sobre todo, la palabra. Una palabra que, al menos en el idioma español, está sesgada, niega y descalifica lo femenino pero que, ahora resignificada, es un instrumento poderoso para nombrar a las ancestras, reconocer a las mujeres de hoy y construir espacios de autoridad para los saberes y haceres de las mujeres.
Hoy muchas mujeres nos asumimos herederas de las Evas satanizadas que comieron del fruto del árbol del conocimiento rebelándose contra la prohibición de nombrar lo femenino en primera persona, de diosas como Ixchel patrona del parto y de la luna, inventora del arte de tejer y que, además, es una de las pocas deidades del panteón maya, o de Malintzin-Malinche, sospechosa de traición, signo del mestizaje. Nuestro presente se está elaborando con esos legados que hacen despertar las conciencias lo cual, como escribió Adrianne Rich, es estimulante pero a la vez “también puede ser confuso, desorientador y doloroso” costo que, sin embargo, muchas mujeres están dispuestas a pagar.
Un breve recorrido histórico que destaca los nombres de mujeres fundamentales en la historia del feminismo, surgido en Europa hace casi tres siglos al calor de las promesas de la modernidad y la ilustración, constituye el sustrato del feminismo que llegó a las tierras americanas. Efectivamente, las ideas de libertad, fraternidad e igualdad traspasaron fronteras y llegaron si bien con algún retraso a las élites criollas de nuestros países. El siglo XIX –con la excepción previa de Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII- empieza a registrar en América Latina nombres de las primeras mujeres que tuvieron acceso a las letras. En Guatemala entre las más conocidas: Dolores Bedoya y Pepita García Granados que, por excepcionales, han sido registradas aunque de manera marginal en la historia.
Hacia la segunda mitad de ese siglo los esfuerzos se hicieron colectivos, surgió el primer períodico redactado por mujeres “La Voz de la Mujer” en 1885 y dos años más tarde “El Ideal” que si bien tuvieron escasa difusión son testimonio del interés de las mujeres por expresarse más allá de las cuatro paredes de sus hogares. Sin olvidar, por supuesto, que miles de mujeres indígenas y ladinas pobres estaban excluidas de cualquier espacio que no fuera el trabajo servil tanto en la casa patronal como en sus hogares.
Este despertar de las mujeres guatemaltecas ha sido documentado, entre otras historiadoras, por Marta Elena Casaus quien nos revela cómo se fue gestando un movimiento de mujeres –de élite, de la capital o lo más de Quetzaltenango- quienes desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los años cuarenta del siglo XX escribían, opinaban, empezaban a reclamar el voto femenino3. Desde otros espacios las trabajadoras también se expresaron, organizaron una primera huelga en 1925 y se incorporaron –si bien en minoría- a algunos de los sindicatos de la época.
La llegada del siglo XX marca también un hito en la memoria-historia de las mujeres: es el momento en el que las mujeres iniciaron su ingreso a la universidad4, como plantea Clara Meneses (1985:11) posiblemente en 1902, Berta Strecker “al tener el título de Bachiller fue la primera mujer que se inscribió en la Facultad de Medicina, dejando esos estudios porque los estudiantes le hacían una guerra fría, teniendo como único propósito el egoísmo, que una mujer se pusiera al nivel científico de ellos; a ese respecto dijeron en un periódico que: “la miel no se había hecho para el pico del zope”, descalificando el hecho de que una mujer pretendiera realizar estudios universitarios.
Tal era el conservadurismo y la resistencia masculina que fue hasta 1919 cuando Olimpia Altuve ingresó formalmente a la universidad siendo la primera mujer graduada en el área de química y farmacia. Más de veinte años después, en 1942, se graduó la primera mujer médica Dra. María Isabel Escobar. En 19265 y 1943 se graduaron las primeras abogadas de que se tenga noticia: Luz Castillo Díaz Ordaz vda. de Villagrán y Graciela Quan, quienes no pudieron ejercer su profesión ya que, como no se reconocía la ciudadanía a las mujeres, no gozaban de derechos cívico-políticos, no tenían “fe pública”.
Cabe destacar, por otro lado, que debido el racismo y la discriminación económica que configuran a la sociedad guatemalteca, las mujeres indígenas hicieron su ingreso a las aulas universitarias mucho más tarde. Fue hasta los años setenta, que se graduó la primera mujer indígena como médica: Dra. Flora Otzoy, y en mil novecientos ochenta la primera garífuna, Dra. Claudina Ellington.
Desde entonces la matrícula femenina en las universidades no ha dejado de aumentar hasta constituir mayoría en algunas profesiones. Sin embargo, lo femenino y las mujeres continúan invisibilizados, en la cotidianidad universitaria no se incorpora el pensamiento, el lenguaje, los aportes de las mujeres. Esas instituciones continúan reproduciendo la cultura patriarcal, el racismo y el clasismo. Y eso se traduce objetivamente en la inexistencia de espacios autorizados para investigar, enseñar o aprender acerca de las mujeres: no existen, salvo una que otra excepción, cursos de feminismo o de historia de las mujeres, ni bibliografía suficiente y adecuada o asignación de recursos para investigar. Lo del olvido se eleva a categoría de política institucional. Se sigue negando estatus científico a paradigmas como el feminismo o la cultura maya a las que se acusa de parciales, se sigue manteniendo la idea de que lo universal
-masculino por supuesto- es lo único válido.
Pero esa visión trasciende los muros académicos, incluso los esfuerzos por documentar la memoria reciente que se hacen desde otros lugares –siempre cargados de poder- han olvidado a las mujeres y, en un gesto de reparación tardía las han “agregado”6. Asimismo los lugares públicos –como los museos por ejemplo- donde se guarda y exhiben objetos tangibles de la memoria ¿Y qué decir de otros recursos? Los periódicos, el cine, la fotografía, los libros, y ahora la red, todos reproducen esa ceguera de género y nos muestran épocas pasadas y acontecimientos presentes donde prevalece lo masculino y si se incluye a las mujeres es en calidad de objetos sexuales, compañeras complacientes o, en el otro extremo como mujeres superpoderosas, temibles: en fin mujeres inexistentes.
Pero las mujeres aún con recursos escasos, leyendo entre líneas, haciendo labor de “arqueología”, resistiendo los embates culturales patriarcales cuyos símbolos y significados se incrustan en la piel, estamos reivindicando nuestras memorias, en plural porque somos diversas. Y reclamamos este derecho universal y básico, que nos cubre a todas independientemente de quiénes seamos y de nuestros orígenes, que nos acompaña durante toda la vida y ojalá después de la muerte porque también reivindicamos ser recordadas. Merecemos tener historia. Que nuestras memorias sean convertidas en historia.
En este camino las francesas y anglosajonas, las españolas y en nuestro continente chilenas, mexicanas, argentinas nos han aportado luces, aprovechando que “la Escuela de los Annales (1929) consiguió ensanchar los campos de la historia, incorporando a ella las prácticas cotidianas, las conductas ordinarias y las mentalidades comunes, la historiografía francesa facilitó el desarrollo de una historia de la mujer, al hacer posible una transición de lo político a lo social, lo cotidiano y lo personal” (Correa y Ruiz, 2001).
En este proceso la teoría y la práctica feministas han sido fundamentales para redefinir y ampliar las nociones del significado histórico, para interrogar y revelar el pasado y el presente de las mujeres, para valorar otras fuentes. Incluso para cuestionar las periodizaciones históricas que hasta ahora han estado marcadas por las hazañas masculinas, guerreras la mayoría.
Asimismo un aporte vital de esta nueva forma de hacer historia ha sido restituir la dignidad a las mujeres, romper con la visión de víctimas, subordinadas y oprimidas que transmite sin ningún pudor la historia patriarcal.
Dejar de ser víctimas para constituirse en actoras sociales, como reivindica actualmente un grupo de mujeres que está indagando en clave femenina las causas y los efectos del conflicto armado interno en Guatemala7.
Entre los silencios y los olvidos, entre la memoria y la historia, las mujeres hoy estamos recordando lo vivido, la violencia en los cuerpos femeninos, la descalificación de los saberes, la condena al silencio, el recuento de “las querellas” y los agravios. Este momento es necesario para reclamar el “lugar que se nos ha arrebatado”, pero al mismo tiempo también para traer al presente las resistencias y los gestos transgresores de nuestras ancestras porque estamos honrando sus memorias, creando nuestras historias y re-creando la cultura.
Fuente: Ciudad De las Diosas.
Referencias bibliográficas
Carrillo, Lorena Sufridas hijas del pueblo: la huelga de las escogedoras de café de 1925 en Guatemala. Guatemala, CIRMA. En: Mesoamérica; Año 15; No. 27; junio 1994; pags. 157-173
Casaus Arzú, Marta Elena Las redes teosóficas de mujeres en Guatemala: la Sociedad Gabriela Mistral, 1920-1940. España, Universidad Autónoma de Madrid,2001. En: Revista Complutense de Historia de América, no. 27. pp. 219-255
Correa, María José, Ruiz, Olga 2001. Memoria de las mujeres: espacios e instancias de participación Prensa Feminista, Centros anticlericales Belén de Sárraga y Teatro Obrero. http://www2.cyberhumanitatis.uchile.cl/19/correaruiz.html.
Meneses A. de Soto, Clara Biografía de Magdalena Spínola. Guatemala, Tipografía Nacional,1985.
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